Carta a un joven chileno sobre Che Guevara, un fragmento de Las Desventuras de la Bondad Extrema, libro de ensayos de Mauricio Rojas Mullor

[Op. Cit.]

El libro Las Desventuras de la Bondad Extrema, subtitulado Ensayos sobre Hegel, Marx y las raíces del totalitarismo, puede que sea uno de los libros más determinantes que habré leído en los últimos tiempos. Su autor es Mauricio Rojas Mullor, un intelectual de origen chileno y antiguo miembro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria en su juventud, razón por la cual termina exiliado como tantos otros marxistas durante las persecuciones  de la dictadura de Pinochet, partiendo a Suecia donde se nacionaliza, y en donde años después rompe con sus convicciones marxistas iniciales y evoluciona al liberalismo.

En lo que se refiere al libro que menciono, el Sr. Rojas, como ex-revolucionario con conocimiento de causa traza en su segunda parte la íntima relación entre el marxismo y la tradición milenarista de la que sería su heredero laicizado, mientras que la tercera es un estudio de la evolución del pensamiento filosófico del mismísimo “profeta” Karl Marx desde su origen hegeliano hasta el establecimiento de su dogma reconocible. La primera parte, en cambio, es la carta acá abajo transcrita donde critica el pragmatismo que aplicado a la política en sus extremos justifica la amoralidad y la inmoralidad “al amparo de la supuesta superioridad moral del fin que se pretende alcanzar”: la conocida frase “el fin justifica los medios”. Para ello usa como ejemplo a la figura del Che Guevara y la ideología que guiaba sus actos (y en la que él mismo, Mauricio Rojas, creía en su juventud), el marxismo.

Pero no se crea que es como otros tantos anti-marxistas que dibujan al marxismo y a los marxistas como las personificaciones del mal. En cambio sí se toma su tiempo para criticar tal maniqueísmo en pos de una mejor comprensión del tema: “Yo creo –escribe- que se ganaría mucho más si hiciésemos un esfuerzo por ver al pensamiento revolucionario y a las ideas marxistas como un fenómeno más complejo, una contradictoria mezcla del bien y del mal, donde idealismo redentor y fanatismo asesino se conjugan en una dialéctica embriagadora e implacable.” Para Mauricio Rojas, son los “buenos” atraídos a los movimientos revolucionarios los que verdaderamente son el motor de ellos, “seres que están muy lejos de ser basuras humanas y que se hacen marxistas para hacer el bien pero que terminan -si tienen la oportunidad- haciendo un mal espantoso. Esta es para mi la paradoja que hay que explicar y hacerlo es más difícil que trabajar con la hipótesis simplona de la maldad tanto de las ideas marxistas como de quienes las propagan.”

Queda la idea: los marxistas no son monstruos, tampoco son santos; son humanos. Y como humanos son capaces (como todos) de tanto hacer el bien como el mal. El líder senderista, Abimael Guzmán, y sus partidarios es muy posible que cuando comenzaron su lucha armada creyeran (como tantos otros) que hacían el bien, que sus asesinatos (muchos de ellos crueles y horrendos en extremo) eran el precio a pagar para conseguir un mundo mejor donde la gente sería por fin libre de los males que la aquejan. ¿Quién puede decir que no pensaban así o que incluso lo seguían pensando mientras el Perú por su accionar y la reacción que provocaron se desangraba a finales de los 80s y principios de los 90s?

Carta a un joven chileno sobre Che Guevara

Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que
idealizar ese amor a los pueblos,a las causas más sagradas
y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su
pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde
el hombre común lo ejercita.

Ernesto Che Guevara

Querido Julio:3

Fue un placer encontrarte durante mi reciente visita a Chile y participar contigo en la presentación del libro de Joaquín García-Huidobro, Simpatía por la política.4 Fue un momento muy agradable y hacía tiempo que no veía tanta gente en el lanzamiento de un libro, lo que me alegró mucho porque se trata de un buen libro, una especie de “anti-Maquiavelo” en el que el fin no justifica los medios sino que, por el contrario, son los medios los que no sólo justifican sino que son el fin. Esta es una forma importante de ver la política que muchos, sin duda, considerarán ingenua pero que encierra una gran verdad normativa para aquellos que quieren construir una sociedad abierta y tolerante.

Me pides que ponga en el papel las reflexiones que hice durante ese encuentro y, como verás, te he hecho caso. Como lo expresé en aquella oportunidad hay, básicamente, dos formas opuestas de ver y practicar la política en la tradición occidental. Una es la que para siempre quedará asociada con el nombre de Nicolás Maquiavelo y El Príncipe, aquel libro corto pero de una influencia enorme y duradera que Maquiavelo escribió en 1513 para el regente florentino Lorenzo de Medici. Se trata de lo que llamo “la mala política”, la política que sólo ve los fines y define los medios como algo simplemente instrumental, acerca de lo cual no caben juicios morales sino solamente una evaluación de su capacidad práctica de alcanzar el fin perseguido. Ello es lo que se encierra en la famosa frase “el fin justifica los medios”, frase que en realidad nunca fue usada por Maquiavelo pero que describe bien la esencia de su pensamiento, y en general, de “la mala política”, es decir, una política que en la práctica es amoral o simplemente inmoral ya que se cobija al amparo de la supuesta superioridad moral del fin que se pretende alcanzar.

La otra forma de hacer y ver la política es la que Joaquín García-Huidobro propone en su libro y es lo que yo llamo “la buena política”, donde el fin no justifica los medios sino que los medios deben siempre justificarse por sí mismo, lo que permite someterlos a un juicio moral y hace a sus autores responsables por los mismos, lo que es el mejor antídoto o salvaguarda contra la amoralidad en la práctica política. Por ello es que García-Huidobro se esfuerza en desmenuzar con mucha lógica las formas de la argumentación política a fin de mostrar las trampas y los intentos de manipulación típicos de “la mala política” que, lamentablemente, son tan comunes en el discurso político.

Quisiera aprovechar en esta oportunidad de profundizar un poco en el tema usando un ejemplo de gran actualidad y carga emocional. Me refiero a la figura de Ernesto Che Guevara y a la ideología, el marxismo, que inspiraba su acción. Al hacerlo me he permitido relacionarlo con mis propias experiencias ya que en su tiempo, como seguramente lo sabes, fui un marxista revolucionario cuya mayor identificación se daba, justamente, con las ideas y el accionar de Guevara. Finalmente incluyo algunas líneas sobre el liberalismo y como la tentación maquiavélica no le es del todo ajena.

Para las personas amantes de la libertad así como para todos aquellos que algo saben de las desventuras del totalitarismo no deja de ser chocante ver como se endiosa a una figura como la de Guevara, tal como recientemente se pudo constatar a propósito de la conmemoración del cuarenta aniversario de su muerte. Ello muestra que hay una gran fuerza de atracción en su imagen de mártir moderno y encarnación del hombre más admirable que se pueda imaginar, aquel dispuesto a entregar generosamente la propia vida por una causa idealista.

Frente a esta idealización que quiere elevar a Guevara a las alturas de un Mesías moderno vemos un esfuerzo por parte de sectores liberales por crear una especie de anti-imagen del guerrillero argentino-cubano, donde se lo reduce a aquella “efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar” de que el mismo Guevara hablase en su famoso mensaje Mensaje a la Tricontinental de 1967.5 Se trata de crear la imagen de una especie de Anticristo, del mal absoluto encarnado en un hombre, para contraponerla a la de este nuevo Cristo popular.

El problema que yo veo en este intento es que termina combatiendo una caricatura con otra caricatura, quedándose en una lucha de imágenes que puede convencer a los ya convencidos pero cuyo efecto sobre quienes se sienten atraídos por una figura como la de Guevara es mínimo. Yo creo que se ganaría mucho más si hiciésemos un esfuerzo por ver al pensamiento revolucionario y a las ideas marxistas como un fenómeno más complejo, una contradictoria mezcla del bien y del mal, donde idealismo redentor y fanatismo asesino se conjugan en una dialéctica embriagadora e implacable.

Muchos críticos del marxismo sugieren que su fuerza de atracción reside en su capacidad de concitar una serie de sentimientos o rasgos negativos: envidia, destructividad, resentimiento, deseo de dominar a otros o de venganza, sadismo etc. Por ello serían personalidades caracterizadas por esos rasgos las que se sentirían atraídas por el marxismo, formando su núcleo activo. El marxismo sería así una ideología que concita los instintos más bajos o, simplemente, la maldad humana, para darle rienda suelta bajo la forma de un movimiento donde estas personalidades atávicas se refuerzan mutuamente.

No niego que haya una buena parte de todo esto en la fuerza de atracción tanto del marxismo como de otros movimientos políticos extremos y que muchos de los elementos que se congregan en torno a esa ideología adolezcan de rasgos atávicos de personalidad. Aún así pienso que se trata de una forma de aproximarse a este tipo de fenómenos que es fundamentalmente errada, ya que si bien capta una parte de los mismos deja de ver lo que para mi es la verdadera fuerza motora que les da a las ideologías mesiánicas su tremenda capacidad de atraer a aquellos sin los cuáles estos movimientos no llegarían muy lejos, a saber, a los altruistas e idealistas o, para decirlo cortamente, a los buenos, a aquellos que se van a entregar a la causa de la revolución con la devoción de un santo, poniendo de una manera ejemplar todas sus fuerzas e inteligencia al servicio de “la causa”, una causa que para ellos representa la bondad personificada. En fin, se trata de seres que están muy lejos de ser basuras humanas y que se hacen marxistas para hacer el bien pero que terminan -si tienen la oportunidad- haciendo un mal espantoso. Esta es para mi la paradoja que hay que explicar y hacerlo es más difícil que trabajar con la hipótesis simplona de la maldad tanto de las ideas marxistas como de quienes las propagan.

El hecho de buscar entender al marxismo desde esta perspectiva tiene una explicación personal y otra intelectual. La personal es que he conocido demasiada gente buena, respetable, culta e inteligente que ha puesto su vida al servicio de las ideas marxistas como para ignorarlas o creer que son raras excepciones. La intelectual es que leyendo las obras claves del marxismo, particularmente de Marx, no veo en ellas un llamado a lo más bajo del ser humano sino, por el contrario, a lo más sublime.

Esta última constatación me llevó a una larga investigación, emprendida hace ya más de veinticinco años, sobre las fuentes del marxismo, entendiendo que su tremenda fuerza era inexplicable si su visión del mundo y sus propuestas no se hiciesen eco de vetas profundas de nuestra civilización cristiano-occidental. Esa investigación terminó siendo mi tesis doctoral, que bajo el título en latín de Renovatio Mundi defendí en 1986 en la llamada Casa del Rey de la hermosa ciudad universitaria de Lund.6

Mis conclusiones fueron que el marxismo es una especie de secularización modernizada del pensamiento mesiánico que atraviesa, creando grandes tensiones y conflictos muchas veces sangrientos, toda la historia del cristianismo. Se trata de la idea del retorno inminente del Mesías y la pronta instauración de un paraíso en la tierra, un reino milenario de armonía y felicidad que definitivamente superaría la condición precaria de la vida tal como la hemos conocido hasta ahora recreando al mismo ser humano, que sería así convertido en un hombre nuevo para un mundo depurado del mal y renovado (de allí el título de mi tesis, Renovatio Mundi). Este reino celestial en la tierra duraría, según la profecía bíblica, mil años y de allí viene el nombre de milenarismo, con que a menudo se denomina a estas corrientes mesiánicas.

Propio del mesianismo milenarista es la creencia no sólo en la cercanía de un paraíso terrenal sino en la intervención de un grupo iluminado que juega un papel protagónico en la conflagración final que, según el arquetipo del Apocalipsis bíblico, precedería a la recreación del mundo y del hombre. Se trata de esa revolución, para decirlo en términos profanos, que conducida por la vanguardia revolucionaria abre paso al fin de la historia con el cual se instaura una sociedad sin clases ni envidias donde todos pueden realizar lo que son y nadie sufre carencias materiales. En suma, el comunismo de la utopía marxista que restaura así, después de un largo peregrinar por el valle de lágrimas de las sociedades de clase, aquella prístina armonía del paraíso original o “comunismo primitivo”, según la terminología del marxismo.

Todo ello modernizado, usando un lenguaje científico, con el cual la Providencia y su plan histórico se convierten en la predeterminación de las “leyes de la historia”, finalmente descubiertas por lo que se llamaría materialismo histórico o socialismo científico. Así, la victoria del comunismo no es un acto antojadizo de voluntad -si bien requiere de ella en la forma de esa violencia revolucionaria que Marx y Engels llamaron “la partera de la historia”- sino una conclusión necesaria e inevitable de la historia de la
humanidad.

Este fue el marxismo que me “robó el alma” cuando yo era muy joven. Me dio -al menos así lo creía entonces- una comprensión total de la historia y un rol sublime en una gesta épica de proporciones grandiosas. ¿Cómo negarse entonces a ser un actor de ese capítulo extraordinario de la historia de la humanidad? ¿Cómo perderse esa fiesta de liberación de nuestra especie de todos aquellos males que siempre la habían aquejado? ¿Cómo no ser santo, misionero y mártir de una causa tan bella por la cual, sin duda, valía la pena dar la vida propia y también la de muchos otros? O, para usar nuevamente las palabras de Che Guevara en su Mensaje a la Tricontinental, “qué importan los peligros o sacrificio de un hombre o un pueblo, cuando está en juego el destino de la humanidad”.7

Pero es justamente allí donde se enturbian definitivamente las aguas cristalinas de la utopía y Maquiavelo aparece, donde la bondad extrema del fin se puede convertir en la maldad extrema de los medios, donde la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de sacrificar la vida de incontables seres humanos, donde se puede “amar” al género humano y despreciar a los hombres. Es justamente en ese intersticio siniestro donde puede surgir aquella “máquina de matar” en que Guevara nos insta a convertirnos para realizar el sueño del hombre nuevo. Es en ese mismo intersticio de amoralidad absoluta -también llamada “moral revolucionaria”- donde se ubica la alabanza a la violencia de la revolución comunista hecha ya por el joven Marx o el llamado de Lenin a “no escatimar métodos dictatoriales” e incluso no trepidar en usar “medios bárbaros” para luchar contra el atraso de Rusia.8 Los “campos de la muerte” de Pol Pot o el intento demencial de la revolución cultural de Mao y sus guardias rojos de borrar la herencia cultural de la humanidad para crear, desde cero, un nuevo tipo de ser humano son hijos del mismo mesianismo donde un fin que cree ser el más sublime posible justifica los medios más atroces.

Esto fue lo que entendí un día, pero lo entendí no como un problema de otros o de una categoría especial de seres singularmente malos, sino como un problema mío y de los seres humanos en general. Vi todo ese potencial de hacer el mal que todos, de una u otra manera, llevamos dentro y vi como se desarrollaba, como me transformaba en un ser absolutamente inmoral y despiadado respecto del aquí y el ahora con el pretexto de un más allá y un mañana gloriosos. Y vi en mí al criminal político perfecto del que nos habló Albert Camus, aquel que mata sin el menor remordimiento y sin límites ya que cree hacerlo a nombre de la razón y del bien. Y vi que yo no era esencialmente distinto de los grandes verdugos del idealismo desbocado, de los Lenin, Stalin, Mao o Pol Pot, pero también, a su manera, de los Hitler y los totalitarios de todos los tiempos. Y me asusté de mi mismo y me fui a refugiar en el pedestre liberalismo que nos invita a la libertad pero no a la liberación, que defiende los derechos del individuo contra la coacción de los colectivos, que no nos ofrece el paraíso en la tierra sino una tierra un poco mejor, que no nos libera de nuestra responsabilidad moral sino que nos la impone, cada día y en cada elección que hacemos.

El liberalismo, para ser fiel a sí mismo, debe ser integral. Abarcar tanto el aquí y el ahora como el mañana y jamás reducirse a una esfera de la vida social, como ser la economía. Debe por ello ser la doctrina de los medios más que de los fines o, para decirlo de otra manera, donde los medios son el fin, aquella doctrina que sabe que “al andar se hace camino” y que la vida no es más que un eterno hacer camino. Esto no hace al liberalismo, sin embargo, completamente inmune de la tentación de justificar los medios con los fines o de parcializarlo. Esta es una lección triste de la historia del liberalismo, que no podemos ignorar cuando miramos el lado oscuro del ser humano en el espejismo de bondad que irradia Che Guevara. Y digo esto porque hace tiempo dejé de creer en el maniqueísmo y aprendí a desconfiar de toda visión de la vida que reduce su paleta de colores al blanco y el negro.

Ser liberal no es pertenecer a “los buenos” o a los absolutamente inmunes a las tentaciones liberticidas, sino simplemente entender la dualidad del ser humano y la brutalidad que potencialmente se alberga incluso en las almas más admirables. El ser humano, como Kant dijese una vez, está hecho de un leño torcido del cual nada puede forjarse que sea del todo recto.9 El liberalismo no es una manera de enderezar aquella naturaleza precaria y torcida sino de contener sus instintos más dañinos, especialmente cuando se esconden tras el manto de la bondad absoluta o se ven propulsados por los destellos encandiladores de la utopía. El destino de un Che Guevara no nos es por ello, por paradojal que parezca, del todo ajeno.

Finalmente, querido Julio, dos palabras más sobre Maquiavelo. El gran fin que él tenía en mente y que justificaba o, según él, hacía necesarios sus célebres consejos era el surgimiento de un Príncipe liberador, una especie de Mesías italiano que, como él lo dice en el último capítulo de El Príncipe, pueda “pueda librar a Italia de los bárbaros”. 10 Lamentablemente, su propuesta de usar “medios bárbaros para combatir la barbarie”, para decirlo con la conocida frase de Lenin, hizo escuela. Lo que Maquiavelo no pudo entender es que una Italia así liberada no sería una patria en la cual uno quisiese vivir, tal como las patrias comunistas fueron el horror para sus pueblos.

Eso es todo por el momento. Espero que estas reflexiones sean de alguna utilidad tanto para ti como para tus amigos. Lamento el haberme extendido tal vez en demasía pero espero que haya valido la pena.

Un fuerte abrazo,

Mauricio Rojas
Archipiélago de Estocolmo, 7 de noviembre de 2007.

———————————–

3 Esta carta fue enviada al dirigente juvenil chileno Julio Isamit en noviembre de 2007. En ella se recogen y reelaboran ideas presentadas en mi libro Diario de un reencuentro, publicado en Chile en diciembre del mismo año. Rojas (2007).

4 García-Huidobro (2007).

5 Guevara (1974), p. 648.

6 Rojas (1986).

7 Estas palabras son originalmente de Fidel Castro. Guevara (1974), p. 650.

8 Su célebre frase, escrita en 1918, es la siguiente: “Mientras la revolución tarde aún en nacer en Alemania, nuestra tarea consiste en aprender de los alemanes el capitalismo de Estado, en implementarlo con todas las fuerzas, en no escatimar métodos dictatoriales para acelerar su implantación más aún que Pedro I aceleró la implantación del occidentalismo por la bárbara Rusia, sin reparar en medios bárbaros de lucha contra la barbarie” Lenin II (1960), p. 343.

9 Así se expresó Kant en Idea para una historia universal con propósito cosmopolita: “a partir de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto.” Kant (2006), p. 12.

10 Maquiavelo (1971), p. 357.

La Yapa: Más arriba está enlazado el libro completo en mi carpeta de dropbox, pero ya que estamos en esto, si quieres también lo puedes leer acá abajo:

m Rojas Las Desventuras de … by Roberto Vargas

Compartir:

Sigue leyendo

AnteriorSiguiente

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.